Hace pocas semanas asumí funciones como asesor
comunicacional para un diputado de la provincia de Malleco, función que asumí
con agrado por el desafío que me plantea… Si embargo, este nuevo empleo me
obligó a convertirme en un forastero e Angol, ciudad a la que regreso tras unos
11 años, luego que os esforzados inicios en el mundo del periodismo me
obligaran a iniciar mi carrera en el glorioso Diario Renacer.
Y escribo estas letras porque a igual que entonces me
sorprendo de una ciudad que vive en una depresión permanente. Triste y melancólica,
siento que en Angol el lamento es un sentimiento tan fuerte como la falta de
valoración de su gente. A pocos días de estar me es más común ver a gente que
se queja por la presencia de foráneos y sin embargo, a la vez quejarse que
Angol es una zona donde no hay oportunidades.
La sola mención unísona de ambas críticas en una sola frase irradia
la dicotomía propia de quien no está conforme con lo que vive o donde está. Tiendo
a pensar que los líderes angolinos no son optimistas, y de hecho no son grandes
lideres. Empujan a sus pobladores hacia una crítica tan barata como facilista,
potenciando a la vez la necesidad de que sus hijos salgan de la ciudad. Me atrevería decir que es el propio Angol quien obliga a
que sus terminales de buses se convierten en un hormigueo de externos los lunes
y viernes, viajando o llegando desde diferentes puntos de La Araucanía.
Bueno o malo, no deseo juzgar, pero si dar cuenta de una
realidad a la cual me adhiero tratando en todo momento de justificar en una
breve estadía de seis meses, con el propósito de evitar el sarcástico e
incómodo comentario de “que anda haciendo una persona que no es de Angol, en
Angol”.
Trabajando… nada más
Que pena que probablemente por cuatro años conviva con la realidad de una
ciudad que se desvalora así misma… Pero es parte del desafío
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